Un mundo nuevo se abría ante los ojos de Milo. Lleno de ilusión entró en
la tienda de juguetes del centro comercial al que había ido aquella
mañana con su familia. Emocionado, contuvo la respiración durante breves
instantes mientras se dejaba impresionar por un paisaje de animales de
peluche, aviones volando sigilosos, estanterías llenas de artilugios
intrigantes y niños, muchos niños jugando en silencio con los artículos
de los mostradores, todos ellos con una sonrisa en la cara.
Milo se adelantó hasta el mostrador más cercano y cogió entre sus manos
una furgoneta amarilla con un mecanismo de cuerda. Giró la tuerca cinco
veces y dejó el vehículo en el suelo para que iniciase una lenta
travesía por el suelo pintado de cien tonos distintos de rojo, azul y
amarillo. La furgoneta chocó de lleno contra la patita de un oso de
peluche que una niña rubia, vestida de rosa, de apenas 7 años, sujetaba
con una mano. La niña se agachó a recoger la furgoneta, y miró a Milo
con aquellos ojos azules que denotaban la inocencia natural típica de
los chiquillos de su edad. Extendió el brazo con la furgoneta hacia él y
movió los labios, terminando con una mueca; sacando la lengua y dejando
asomar parcialmente unos bonitos dientes blancos, entre los cuales
faltaban un par de piezas. Milo se acercó a recoger el juguetito sin
apenas mirar a la niña y se fue rápidamente, derrotado por su vergüenza.
Se percató de que la furgoneta tenía un botón con el dibujo de una
clave musical. Presionó el botón, y nada ocurrió. Se quedó de pie,
cabizbajo y sosteniendo entre sus manos la furgoneta amarilla. La
curiosidad se apoderó de él y giró levemente la cabeza para mirar a la
niña del vestido rosa, la cual estaba entretenida atusando el pelaje del
osito que sotenía. En ese preciso instante su mirada se dirigió hacia
Milo. Fue aquella mirada, que se quedó grabada a fuego en su memoria,
anclada a muchos de los sentimientos con los que identificaba su
infancia. la que le dio valor suficiente para acercarse a la niña, poner
una mano encima del osito y sonreir. Y aquella sonrisa pareció
encontrar un hueco en el corazón de Milo, pues el joven chaval aprendió a
sonreir aún siendo incapaz de escuchar sonido alguno.
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