Un pequeño chiquillo de apenas 6 años se encontraba en mitad de la
carretera llorando, llamando a gritos a su mamá. Una joven se acercó al
chico y lo llevó a la acera, donde le preguntó que cómo había llegado
hasta allí. El niño no respondió, y en su lugar se aferró a su pierna
con fuerza y dejó de llorar. La chica no sabía cómo reaccionar. Le
acarició la cabecita y no pudo evitar sentir un instinto maternal
invadiendo todo su cuerpo. Así estuvieron varios minutos, y el chico no
aflojaba su abrazo. Al final la chica se agachó y el chiquillo la abrazó
por el cuello, hundiendo su cabeza en la negra cabellera de ella.
Aspiró su perfume y sonrió. La joven comenzó a sentir ganas de llorar,
pues podía sentir la soledad de aquella criaturita; una profunda
oscuridad que habitaba dentro del chiquillo. Podía sentir la huella de
su miedo y cómo llamaba en silencio a alguien. Lo rodeó con sus brazos,
allí, agachada en medio de la calle. Acarició de nuevo el suave pelo
moreno del chico. Cada vez sentía con más intensidad la penumbra que
habitaba en él. Ella misma empezó a sentir su miedo y la necesidad de
encontrar la seguridad. Quiso decirle algo para que el chico se sintiera
mejor, pero no se le ocurría nada. Entonces un par de lágrimas
empezaron a brotar de sus ojos, e incomprensiblemente se encontró
llorando, atrapada en un remolino de miedos, sombras y soledad. Abrazó
al chico con más fuerza y la oscuridad se hizo más intensa. Continuó
llorando con más intensidad, olvidándose por completo de dónde estaba.
Intentó luchar contra toda aquella oleada de sensaciones tenebrosas e
hirientes que amenazaban con apoderarse de ella. Quiso hacerse fuerte
por aquella inocente criatura abandonada que había acudido a ella para
buscar protección, para huir de aquella pesadilla de tinieblas. Cerró
los ojos con fuerza y trató de buscar en su interior el calor que
lograse ahuyentar las sombras. Aquella batalla se mantuvo durante una
eternidad, o eso le pareció.
Finalmente, el chico aflojó su abrazo y las sombras se disiparon. En su
lugar sintió una oleada maravillosa de calidez, una sensación nacida en
lo más profundo de su ser que se expandió a cada nervio, a cada punto de
su cuerpo, y que terminó en una explosión de luz en su cabeza mientras
todo su cuerpo se estremecía. Sintió cómo el chiquillo comenzaba a
volverse etéreo entre sus brazos. Abrió los ojos y vio de reojo el
cuerpo del niño desapareciendo como humo en el aire, mientras la calidez
que sentía se iba disipando. Y allí quedó, agachada en medio de la
calle sin comprender nada de lo que había pasado. Se levantó, miró a su
alrededor y no vio nada extraño. Continuó su camino hacia su casa
recordando la experiencia.
lunes, 24 de junio de 2013
viernes, 21 de junio de 2013
Jugando
Un mundo nuevo se abría ante los ojos de Milo. Lleno de ilusión entró en
la tienda de juguetes del centro comercial al que había ido aquella
mañana con su familia. Emocionado, contuvo la respiración durante breves
instantes mientras se dejaba impresionar por un paisaje de animales de
peluche, aviones volando sigilosos, estanterías llenas de artilugios
intrigantes y niños, muchos niños jugando en silencio con los artículos
de los mostradores, todos ellos con una sonrisa en la cara.
Milo se adelantó hasta el mostrador más cercano y cogió entre sus manos una furgoneta amarilla con un mecanismo de cuerda. Giró la tuerca cinco veces y dejó el vehículo en el suelo para que iniciase una lenta travesía por el suelo pintado de cien tonos distintos de rojo, azul y amarillo. La furgoneta chocó de lleno contra la patita de un oso de peluche que una niña rubia, vestida de rosa, de apenas 7 años, sujetaba con una mano. La niña se agachó a recoger la furgoneta, y miró a Milo con aquellos ojos azules que denotaban la inocencia natural típica de los chiquillos de su edad. Extendió el brazo con la furgoneta hacia él y movió los labios, terminando con una mueca; sacando la lengua y dejando asomar parcialmente unos bonitos dientes blancos, entre los cuales faltaban un par de piezas. Milo se acercó a recoger el juguetito sin apenas mirar a la niña y se fue rápidamente, derrotado por su vergüenza. Se percató de que la furgoneta tenía un botón con el dibujo de una clave musical. Presionó el botón, y nada ocurrió. Se quedó de pie, cabizbajo y sosteniendo entre sus manos la furgoneta amarilla. La curiosidad se apoderó de él y giró levemente la cabeza para mirar a la niña del vestido rosa, la cual estaba entretenida atusando el pelaje del osito que sotenía. En ese preciso instante su mirada se dirigió hacia Milo. Fue aquella mirada, que se quedó grabada a fuego en su memoria, anclada a muchos de los sentimientos con los que identificaba su infancia. la que le dio valor suficiente para acercarse a la niña, poner una mano encima del osito y sonreir. Y aquella sonrisa pareció encontrar un hueco en el corazón de Milo, pues el joven chaval aprendió a sonreir aún siendo incapaz de escuchar sonido alguno.
Milo se adelantó hasta el mostrador más cercano y cogió entre sus manos una furgoneta amarilla con un mecanismo de cuerda. Giró la tuerca cinco veces y dejó el vehículo en el suelo para que iniciase una lenta travesía por el suelo pintado de cien tonos distintos de rojo, azul y amarillo. La furgoneta chocó de lleno contra la patita de un oso de peluche que una niña rubia, vestida de rosa, de apenas 7 años, sujetaba con una mano. La niña se agachó a recoger la furgoneta, y miró a Milo con aquellos ojos azules que denotaban la inocencia natural típica de los chiquillos de su edad. Extendió el brazo con la furgoneta hacia él y movió los labios, terminando con una mueca; sacando la lengua y dejando asomar parcialmente unos bonitos dientes blancos, entre los cuales faltaban un par de piezas. Milo se acercó a recoger el juguetito sin apenas mirar a la niña y se fue rápidamente, derrotado por su vergüenza. Se percató de que la furgoneta tenía un botón con el dibujo de una clave musical. Presionó el botón, y nada ocurrió. Se quedó de pie, cabizbajo y sosteniendo entre sus manos la furgoneta amarilla. La curiosidad se apoderó de él y giró levemente la cabeza para mirar a la niña del vestido rosa, la cual estaba entretenida atusando el pelaje del osito que sotenía. En ese preciso instante su mirada se dirigió hacia Milo. Fue aquella mirada, que se quedó grabada a fuego en su memoria, anclada a muchos de los sentimientos con los que identificaba su infancia. la que le dio valor suficiente para acercarse a la niña, poner una mano encima del osito y sonreir. Y aquella sonrisa pareció encontrar un hueco en el corazón de Milo, pues el joven chaval aprendió a sonreir aún siendo incapaz de escuchar sonido alguno.
Miradas
Sabes que alguien te mira y apartas los ojos de esa persona, y tras unos segundos miras de reojo para verificar si sigue obervándote. Es curioso que nos sintamos incómodos cuando alguien se para a contemplar los detalles que compartes con el mundo; una sonrisa tímida, unos ojos alegres, un cuerpo atractivo... Y cuando sabemos que nos miran, nos sentimos como maniquíes en un mostrador.
Aunque no siempre es así, hay miradas que no se fijan en detalles, sino que buscan transmitir un mensaje. Interpretar una mirada así puede ser tan difícil como contar los segundos que permanece clavada sobre nosotros. Pero a veces, sólo a veces, respondemos de forma automática a este tipo de miradas con otra mirada, y entonces el tiempo parece detenerse mientras nuestros ojos se cruzan, y todo alrededor se vuelve insignificante. Sólo tú eres lo esencial, y en ese pequeño vórtice temporal que nos envuelve siento mil emociones a la vez, y mi mente susurra: "ojalá no acabe nunca..."
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