Hablemos de verdades. No de aquellas que suenan verídicas, no de las que
al oírlas todo parece encajar. Hablemos de auténticas puñaladas, de
esas que cuando uno las comprende y se siente identificado con ellas
siente cómo algo se revuelve en su interior. Hablemos de rayos de luz
que atraviesan nuestra fachada cuando nos enfocan con ellos y alcanzan
un punto dentro de nosotros que rara vez visitamos.
Cada uno tiene una lista de cosas que odia, pero es escueta comparada
con todas las cosas que odia y no están en esa lista. Cuando a uno le
piden que diga cosas que le gustan, la mayoría de nosotros empieza con
un "no sé... Hay muchas". Pero la verdad es que no hay tantas, porque
realmente odiamos muchas mas cosas de las que nos gustan. Es fácil darse
cuenta de lo que nos molesta, incordia o supone un obstáculo para
nosotros. Probablemente si nos preguntasen por cosas que odiamos
podríamos dar una lista muy extensa a la que podríamos añadir cosas sin
parar. Y aunque intentásemos hacer una lista de aquellas cosas, siempre
nos quedarían millones de cosas por decir.
El mundo es un lugar amargo donde sobrevivimos. Cada persona busca su
lucero en la oscura noche de nuestras vidas, pero escondida entre
millones de estrellas es difícil encontrar una luz que tenga algo de
especial. Lo buscamos con la vista, mientras alrededor de nosotros
acontecen situaciones que juzgamos con insolencia, como si tuviésemos
ese derecho. Y aquellos que creen haberlo encontrado se aferran a su luz
de esperanza creyendo que su salvación se encuentra en el camino que le
guía aquella estrella que ellos han escogido porque creen más
conveniente.
No hay mierda más apestosa que la de uno mismo, pero estamos
acostumbrados a nuestros propios olores, así que pasa desapercibida.
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